Cuba es noticia estos últimos días, parece que el final del embargo Americano es inminente, es una muy buena noticia para sus habitantes por supuesto y por el abanico de oportunidades y negocio que con estos cambios puede llegar. Sirva este post de Santi como homenaje al pueblo Cubano y al recuerdo gastronómico de un gran plato que guardo en mi memoria y que si no me equivoco es ya un clásico en el Restaurante Bohio de Pepe y Diego Rodríguez.
ROPA VIEJA EN LA HABANA
Cuenta Gabriel García Márquez, en un artículo recogido en Notas de prensa 1961-1984, que Ernesto “Che” Guevara, al probar por primera vez la Coca-Cola, dijo sin vacilar; “Sabe a cucaracha”. Evidentemente, que se sepa, afirma Márquez, nadie se ha comido una cucaracha, pero es difícil que alguien no entienda a qué le sabía aquel refresco.
El escritor colombiano sostiene que los sabores, los sonidos y los olores nos han obligado siempre a forzar el idioma para describirlos. Razón no le falta: quienes intentamos hoy describir el gusto, en mi caso simplemente para hablar de una breve estancia en La Habana, sabemos lo fácil que resulta caer en los tópicos, como es un tópico afirmar que el sabor de La Habana es el de un mojito. En el supuesto de que fuera cierto, lo que sí les puedo asegurar es que no sería un mojito de la Bodeguita del Medio, porque, como nos dijo Ramón, el chófer que nos acompañó y que está “hasta los cojones de comer todos los días lo mismo”-es decir, habichuelas y arroz-, los mojitos de la Bodeguita del Medio están hechos sin amor. Sepan ustedes que para tomar mojitos en La Habana es mejor cualquier otra cantina donde los rebaños de turistas no le achuchen a uno, ni le estropeen un precioso momento de ocio con sus estúpidos flashes. Si les apetece seguir los pasos de Hemingway, eviten tanto la Bodeguita como el kitsch de la estatua del Nobel americano en el Floridita, donde uno se da cuenta, daiquiri en mano, de que a veces la historia, aunque sea frappée, es mejor no recordarla. De todos modos, el autor de El viejo y el mar sigue estando presente donde uno se lo imagina, entre los sabores de una Habana en la que hoy comerse una carne con papas es un lujo inmoral, y donde la bohemia nostálgica busca en la decadencia de la revolución pasada un sorbo de verdad. La cocina cubana tiene en su alma una fusión culinaria que es la suma de las cocinas de España junto a otras africanas, europeas, asiáticas y americanas,
como bien detalla Nitza Villapol en su tratado de cocina cubana. Destaca la autora en su introducción que la cocina cubana se diferencia de otras cocinas del Caribe por la casi total ausencia de picante en sus comidas diarias, y es categórica cuando reconoce que ha desaparecido de la cocina cubana lo verdaderamente aborigen, de lo que se sabe poco y se conserva menos.
Hemingway se ponía las botas con un ajiaco cubano, un tamal de cerdo, unos chayotes rellenos, unos tostones, o un aporreado de bacalao o yuca frita, que tan apetitosa resulta. Pero algo que le pasa a la cocina cubana, que no acaba de encajar con los paladares europeos. El sabor de determinadas grasas, un cierto regusto a rancio en las frituras, obliga a un lento esfuerzo de adaptación del gusto. Los aceites que usamos para cocinar en Europa son hoy de gran calidad, de modo que nuestros paladares ya no están acostumbrados al consumo de manteca de cerdo en grandes cantidades.
La Habana me evoca el sabor de la ropa vieja, el mojo criollo y un ardor de estómago por unos chicharrones de viento golosos, hinchados y dorados en su punto. Y es que con el pellejo del cerdo se puede alimentar a un pueblo como el cubano, al que calificó peyorativamente un periodista de “pueblo de café con leche y chicharrones”. LA Habana puede fascinar por su decadencia; al recorrer la gran avenida que da al Malecón o las estrechas calles del casco antiguo, recuerdos e imágenes de otras épocas aparecen en la memoria.
La Habana huele a recuerdos de buhardilla, cuando de niño descubría tantos y tantos trastos inútiles que más tarde me harían comprender nuestro pasado. Toda Cuba huele a necesidad, pero la alegría y el optimismo de muchos cubanos contrasta con la tristeza que nos produce a los europeos la falta de sabor.