TRAZOS CULINARIOS
Gerardo Suter es un fotógrafo que, en los últimos años, ha enriquecido sus propuestas con aportaciones de medios distintos, como grabaciones sonoras, vídeo, multimedia,… En una exposición reciente en la que presentaba su particular viaje por la memoria, Suter citaba a Salvador Elizando al afirmar que “la página en blanco es la posibilidad del proyecto”. Suter nos lo demostraba a través de una pizarra en la que trazaba puntos de partida y encuentros, y en sucesivas visiones borraba con la mano los trazos o los apuntes para reiniciar un nuevo proyecto. Su demostración me pareció de una fuerza expresiva irrebatible. Cuando un cocinero contempla un mercado y siente sus olores, está construyendo a través de su saber, a menudo de manera instintiva, un nuevo proyecto, un nuevo guiso y en definitiva una nueva construcción culinaria. Rememorar es redescubrir, es encontrarse con la oportunidad de disfrutar de nuevo de los placeres a través de los sentidos.
Dije en cierta ocasión que no hay nada que produzca más aflicción a un cocinero que el no poder cocinar. Cuando entro en un restaurante y está vacío, me embarga la tristeza, al tiempo que por mi mente pasan mil dudas que me encantaría poder compartir. Que un restaurante tenga o no tenga clientes, ¿depende o no depende en realidad de que la cocina sea extraordinaria?
Todos los establecimientos están abiertos al público, pero en ocasiones no llegamos a comprender el porqué del éxito de unos y el fracaso de otros, cuando a veces a nuestro juicio sea mucho mejor el que más dificultades tiene para avanzar. Son conocidos por todos determinados personajes que reciben con el mayor desdén a los clientes, que, pesa a la desfachatez con la que el propietario o propietaria se dirige a su concurrida parroquia, llenan el local a rebosar. A veces parece que al público le guste que le maltraten: le encantan las colas, el ruido y el gregarismo, por aquello de que si un local está lleno es señal de que funciona. Desengáñense, no es ninguna garantía de comer bien, económica y abundantemente el hecho de que el parking de un restaurante esté lleno de camiones, por más que antaño se dijera lo contrario.
Muchos jóvenes cocineros, cuando salen de las escuelas de hostelería, tienen la sana ambición de convertirse en grandes chefs, se sienten creativos, rompedores y con el descaro propio de una energía revoltosa propia de la edad. Entonces se embarcan en proyectos personales que empresarialmente acaban por resultar un fiasco, y el pato lo paga el entorno familiar. Mi experiencia me lleva a recomendar prudencia, que se cuantifiquen los riesgos para que luego no se produzcan grandes fracasos. O por citar a Cervantes: “Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala”. Empezar poco a poco no es nada negativo.
El interés de los jóvenes por saber cómo trabajan las megaestrellas de la gastronomía nos está llevando a unos ritmos acelerados de aprendizaje: tras unas cortísimas estancias en las cocinas, los futuros profesionales se quedan con una simplificación estética de la cocina de los maestros, lo que no redunda en beneficio de la profesión ni mejora el nivel de la cocina. Cocinar lo que se ve es infantil; la madurez apunta hacia el sentir. Sea como fuere, la realidad se acaba imponiendo y al final los que llegan a triunfar son muy pocos. Si la felicidad fuera proporcional a los éxitos profesionales, ¡estaríamos apañados! Suerte que, en algunos casos, las mismas limitaciones personales logran hacernos creer que somos rematadamente buenos. ¡Qué grade es la imaginación!