El Deseo…
El tema del artículo se me ocurre a raíz de la lectura del ensayo de José Antonio Marina, sin duda uno de los pensadores actuales de mayor prestigio y que nos invita a la reflexión. –Las arquitecturas del deseo. Una investigación sobre los placeres del espíritu.
No hay manjar que no sepa mejor si es algo escaso y que no está en la mesa todos los días. En tiempos de abundancia, de neveras repletas, estómagos saciados y cuerpos obesos, el apetito constituye la antesala del placer. El deseo hoy lo despierta la excitante publicidad que nos incita a consumir experiencias no siempre gozosas. Perversas tentaciones, insinuaciones ligeras, aéreas, florales y aromáticas para marcar
diferencias. Asistimos a excesos tales como alimentos de color oro o helados de ruibarbo con champagne ros, como esas colecciones de platos finos que, fotografiados por su belleza, son mercancía culinaria que acaba generando pasiones y envidias de amigos y vecinos.
El deseo físico puede constituir un tormento y una fuente de sinsabores cuando no se encuentra sosiego. Desear unas fresitas con nata y no poder paladearlas cuando se tienen dinero y posición puede resultar una experiencia frustrante. Se desea lo que no se posee, según Marina. Por eso los restaurantes de lujo sólo admiten un número limitado de reservas: porque si la demanda de cubiertos supera a su oferta – gracias a su publicidad, notoriedad o excelsa cocina-, la dificultad de conseguir reserva aumentará más aún, si cabe el deseo del gastrónomo aficionado de poder sentarse a una de sus mesas, pues lo considerará un privilegio al alcance de una selecta minoría. Por eso mismo el lujo es el objeto de deseo de la mayoría: porque, por definición, no es para todos, es decir porque ellos no lo poseen.
El deseo humano de alimentar el alma o la conciencia tiene cada día más adeptos. Las ansias de posesión de bienes materiales ceden terreno ante la seducción del conocimiento, en el marco del hedonismo que impregna a nuestra sociedad consumista. Pero, más allá del placer y del deseo, conviene recordar que muchas de nuestras adicciones superficiales o efímeras contribuyen a empobrecer la Tierra y nos deshumanizan. El deseo y el placer de comer deberían seguir la senda del conocimiento, en lugar de servir de anestésico o para embriagarnos de vanidad. Comer no debería dejar de ser un acto biológico a todas luces imprescindible para nuestra supervivencia y no tendríamos que permitirnos decir que ya no se come para alimentar el cuerpo cuando medio mundo se muere de hambre. Uno puede emocionar o emocionarse con la comida, sí, pero el hambre y la sed de justicia se satisfacen con aún mayor placer.