EL MELÓN
Existen melones garantizados, escogidos en su punto, calibrados y de un precio también superior. Los reputados melones Vicentín “el Niño” son una joya de verano: de calidad incuestionable, son jugosos y refrescantes al paladar. Tomados como entrante o postre, son un sueño del campo, y, si no han tocado cámara, son casi una bendición celestial. Para escoger nosotros mismos un melón, si no queremos pagar por una pieza garantizada, nos conviene saber que el peso debe ser proporcional a su volumen, de modo que, entre dos melones del mismo tamaño, elegiremos el de mayor peso. En cuanto al punto de maduración, podemos comprobarlo presionando ligeramente con la punta de lo9s dedos en sus extremos: si la corteza se ablanda con cierta facilidad, es que está maduro. Un melón verde no nos gustará, como tampoco lo disfrutará quien se lo coma con cuchara. El melón siempre debe consumirse con tenedor, ya que la cuchara, según J. de Coquet, adormece las papilas gustativas y el melón pierde la mitad de su sabor.
Los primeros melones llegan a Europa procedentes de Asia a través de Italia. En Francia, se introducen durante el reinado de Carlos VIII (1495) y apasionan a los papas de Aviñón, que los descubren en una casa de campo de la villa de Cantaloup. Desde entonces, la fama de los melones ha durado hasta nuestros días. En la corte de Luis XIV se cultivaba una gran variedad de melones, como el de Tours, el Cavaillon, el Prescott, el negro de Carmes y el negro de Portugal o el melón de Malta. En España se cultiva el melón amarillo dulzón y de verano, mientras que el melón piel de sapo, que tiene una forma alargada y es de piel verde oscura con manchas, en su punto, es el mejor. El melón tendral, que es también de piel oscura, se recoge hasta justo entrado el invierno. Las variedades francesas tipo cantalup se cultivan en el sur, especialmente para la exportación. La ensalada de la receta (ensalada de langostinos con melón) está elaborada con esa variedad, porque combina a la perfección con el marisco.
Los italianos, han popularizado el melón con jamón de Parma, y los franceses el Cavaillon al oporto, que, dicho sea de paso, constituye un entrante delicioso. En la España posmoderna, después de tantos banquetes de melón con jamón ibérico, se pasó a la sopa de melón con langostinos a la menta, plato horrible, pues el melón no gana nada y, encima, se estropean los langostinos. La moda, hoy, son platos como el melón a la plancha con filetes de pichón que sirve Sergi Arola en La Broche (Madrid). Con la creación hemos topado; y cada cual es libre de exteriorizarla como quiera o pueda, con todos mis respetos. Respeto también para los que elaboran platos con las semillas del melón y, por supuesto, mi solidaridad con los que usan su piel como laxante.
Me resulta simpático llamar al melón “pompón”, como decía el rey Carlos IX. A este monarca sofisticado en la mesa como el que más, los burgueses parisinos le sirvieron melón con motivo de su boda con la infanta de Austria en 1571. Sandro Botticelli pintó el ágape real, que fue un auténtico homenaje a las Artes de la Mesa. El propio Carlos IX dispuso que el día siguiente fuera de abstinencia. Los cocineros parisinos elaboraron un menú de pescado en el que se sirvieron rodaballos por centenares, también ballena, la famosa papada Carême y tripas de bacalao con ancas de rana. De postres, melones con fresas, macerados con vino y azúcar, preparados el día anterior y guardados al fresco para que el conjunto resultara más armónico. Si deciden abrir un melón y tomarlo de postre o como entrante, no muy helado, termínenlo siempre. Si no se prepara de algún modo, pierde el perfume, el sabor y la chispa.