UN FILETE CON PATATAS
Marcel Proust (Pastiches et mélanges) ya lo expresó con suprema distinción: “De aquellas cosas cuyas reglas y principios la había enseñado su madre, las formas de preparar algunos platos, de interpretar las sonatas de Beethoven y de recibir con actualidad, ella estaba segura de poseer una idea exacta de la perfección y de discernir si las obras se acercaban más o menos a esa idea. Por lo demás la perfección era casi idéntica para las tres cosas: una especie de sencillez en los medios, de sobriedad y de encanto. “Quizá sea una cocinera muy entendida, pero no sabe hacer un filete con patatas” ¡Un filete con patatas! Pieza ideal para un certamen, difícil por su misma sencillez, especie de sonata Patética de la cocina…”
A los gourmets de hoy les puede pasar como a la cocinera que describe Proust: que con tanto ejercicio intelectual olviden que comer es masticar, y que un filete con patatas deja de contar con los ingredientes esenciales para hacernos disfrutar, gracias al aprendizaje de los sabores y a la sensibilidad de su ejecución. Nuestro entorno está lleno a rebosar de gourmets que no son, como los definiría Brillat-Savarin, de una elegancia ateniense, un lujo romano y una delicadeza francesa. Hoy el perfil del gourmet es el de un buceador de restaurantes, enterado de las últimas incorporaciones a los equipos de cocina, y conocedor, gracias a sus diálogos con sumilleres, de la tierra en donde crecen las cepas de los caldos, y de la relación entre sus matices de color y de tono y la intensidad del sol y el índice de pluviometría anual en dichas tierras. El gourmet de hoy es como una especie de ingeniero artístico, que sabe buscar lo que le agrada y sólo se queda con lo que le produce placer; un placer que no le importa que se obtenga por sendas tortuosas, ya que el gourmet no se conforma solo con lo bueno, sino que exige lo mejor.
Desde que el acceso a los restaurantes se ha abierto a capas mucho más amplias de la sociedad, todos somos gourmets potenciales. Da igual que la mayoría de cocinas domésticas sean la antítesis de lo necesario para lograr una sociedad sostenible, con neveras desbordantes de productos envasados y precocinados, y en las que lo único fresco son los cubitos de hielo para el gin tonic. Nosotros ya podemos proclamar públicamente que, al igual que se terminaron las épocas en las que el pueblo llano y raso no tenía acceso a la música, la pintura y la literatura, por estar reservados a los ricos, hoy felizmente los productos más selectos, más gourmets, pueden presidir las mesas de los hogares de toda España, que para eso nuestros mejores cocineros se afanan en convertir una sopa envasada en tetrabrik en un prodigio de sabor y sensibilidad como las magdalenas de Proust.
Hemos popularizado hasta el extremo el concepto de “gourmet”, que veo con agrado y cierta ternura un anuncio en televisión de una sensibilidad sin fronteras, que demuestra que la etiqueta de gourmet puede aplicarse a todo bicho viviente. Es el anuncio de un producto enlatado, con la imagen de un felino de ojos verdes y largos bigotes que nos aconseja que lo alimentemos con Gourmet Gold; peligrosa recomendación, ya que obnubilada su vista por el sueño matutino, más de un ser racional puede echar mano de la latita de oro, que se guarda en la nevera, y zamparse con unas tostadas la pasta para gatos como quien se zampa un paté. Al fin y al cabo, todas las criaturas, grandes y pequeñas, somos gourmets, ¿no?