El ciudadano de hoy vive apabullado. Cuando entra en unos grandes almacenes y se dirige a la sección de electrodomésticos para cambiar el molinillo del café estropeado, se encuentra ante un espectáculo inmenso, con tal variedad de artilugios que no sabe dónde escoger. Ha entrado para adquirir un molinillo, y le ofrecen microondas, cafeteras, emulsionadores, centrifugadores, termotrituradores, medidores de temperatura láser, aerosoles dosificadores de aceites…
La tecnología más puntera está al servicio de nuestra vida para mostrarnos otra forma de vivirla. Las máquinas tienen diseños adaptados a una estética de modernidad futurista que nos atrae a pesar de nuestra ignorancia. La presión de la publicidad nos condiciona, y para ello cuenta con nuestra complicidad, ya que se nos presenta en casa, mientras estamos en familia, sentados en el sofá ante el televisor.
La sofisticación de las máquinas se nos conjuga con los alimentos sanos en una asociación perfecta. Estamos abocados a construir un modelo de desarrollo sostenible donde nuestros residuos se reduzcan a la mínima expresión. El uso de ciertos artilugios nos facilita el consumo de productos frescos, lo cual es preferible a la compra de productos ya elaborados y envasados, que acaban generando un volumen de basura que, al final, llevará a que el número de contenedores en nuestras calles iguale al de plazas de aparcamiento. Como incluso suponiendo que escondiéramos los residuos en el subsuelo de las ciudades, estos continuarían existiendo, el reto está en modificar los hábitos de consumo, y aquí, insisto, el papel de la tecnología puede ser tan determinante como positivo.
En otros ámbitos, en cambio, si cabría cuestionar muy seriamente el papel de la tecnología. La humanidad ha ansiado conocer la naturaleza para dominarla, y hoy este afán de domino se manifiesta en nuestros hogares, cuando, con un simple tomate, podemos llegar a desarrollar tales inventos, mediante el control de texturas, temperaturas y sabores que nos proporciona la tecnología, que la cocina doméstica llega a parecerse más a un laboratorio que a aquella estancia donde nuestras madres nos servían la cena antes de acostarnos. El ambiente que se desarrollaba en las cocinas se ha esfumado, en favor de una estética, dicen que de progreso, en la que la intuición creativa y la naturalidad de los alimentos se sacrifican en aras de los nuevos juguetes domésticos del siglo XXI.
La tecnología no debería contradecirse nunca con la ecología. Los abusos de la tecnología alimentaria han provocado la pérdida de confianza del consumidor, que busca en los adjetivos “ecológico”, “biológico”, “natural” y “orgánico” un marchamo que legitime unos procesos de producción. Los alimentos ecológicos son o tendrían que ser el resultado de un respeto escrupuloso por los ciclos naturales; vegetales, por ejemplo, que se desarrollen con el impulso biológico de su propio crecimiento, en un suelo naturalmente fértil, regado por aguas puras, y que maduren con el sol. El hombre, que busca el progreso tecnológico casi como una religión busca al mismo tiempo los alimentos ideales de un Paraíso que se teme perdido.
La cuestión de fondo es dónde poder encontrar alimentos naturales de verdad. Existen tiendas especializadas en productos orgánicos o biológicos en ciudades de medio mundo, incluido nuestro país, aunque aquí sean un fenómeno todavía incipiente. ¿Sabremos convertir estas tiendas en algo auténtico? ¿O será sólo folklore para generar negocio?