OBJETOS FETICHES
Un arroz guisado en una de esas sartenes cazuela recubiertas de teflón resulta a mi gusto muy mediocre. La reducción del caldo con el resto de elementos –sofrito, verduras, conejo, pollo y, por supuesto, el arroz- confiere a la cocción una textura pastosa, sin que el arroz se pegue nunca en el fondo; dicho de otro modo, el agarraet o el socarraet, con determinados cacharros de cocina, no se consigue ni por accidente. Entenderán entonces por qué a veces una simple cazuela o un cuchillo, un mortero, una olla, incluso un cazo o una humilde espátula de madera comprada por menos de un euro en el mercadillo de los domingos en Tordera pueden convertirse en fetiches para hombres o mujeres con chaquetilla y mandil de cocina, cocineros de familia y profesionales.
Los hogares de hoy son espacios a veces construidos por arquitectos creadores de imágenes: bellísimos para las fotos pero fríos como el hielo polar en nuestro contexto mediterráneo, donde la naturaleza es un pequeño cosmos de diversidad. Deberíamos resistirnos a la japonización estética, al minimalismo vacío. Estoy cansado de tanto trasto de líneas puras: amo las imperfecciones, detesto los cuerpos retocados; en mí mesilla de noche quiero el libro envejecido de poesía releído y subrayado. En la cocina necesito ver y sentir el fuego; me alejo de las cocinas galácticas, construidas como si fuéramos a vivir en una burbuja en el espacio. El tacto de la vieja madera de una mesa de cocina es insustituible: cuántas migas de buen pan han sido esparcidas en su superficie, cuántas alegrías ha proporcionado. Viejas maderas carcomidas y rayadas, mesas de patas reforzadas y de soportes plegables sois para muchos un objeto fetiche y a la vez memoria, espejo humano que alumbra y nos adentra en tantas historias sentidas, contadas, vividas en el
espacio más habitado de todas las casas. En una cocina se reciben sensaciones inexplicables del mismo modo en que sentimos en nuestro cuerpo algo más que materia.
No tenemos por qué aceptar que el gusto de otros es mejor que el propio. Si el sabor de la comida es subjetivo, con más razón “ande yo caliente y ríase la gente”: si el arroz en casa les sale de rechupete con aquella olla ennegrecida, abollada, sin asas, ni se les ocurra tirarla para el reciclaje. Conozco el caso de un divorcio ilustrativo: cuando la mujer de un amigo decidió por su cuenta y riesgo apuntarse a unas clases de cocina y, fruto de ello, compró una cocina eléctrica con placas de inducción, el resultado fue una cocina sosa, que llegó a crear un ambiente de crispación y malos humores tales que toda la familia se sintió traicionada; los guisos ya no eran lo mismo, y los domingos los hijos casados dejaron de ir a comer. Un desastre.